Nuestro devenir diario está cuajado de experiencias que, como niños en una confitería, nos invitan a la diversión y capturan nuestra atención con la dulzura de un caramelo que no podemos resistir. De la música a las películas, de las novelas a los juegos, nos vemos inmersos en un torbellino de entretenimientos tan seductores como una golosina. Pero, como siempre, existe otro lado de la moneda: hay quienes, con un rasgo de brocha cargado de arte, nos engalanan con historias que, de tan humanas, nos marcan a fuego. Con este ensayo, me propongo a invitarles a repensar nuestras vidas como experiencias estéticas, donde cada uno de nosotros es el artista principal. Cuando nos colocamos en el rol de creadores, emergen verdades internas y se abre la posibilidad de diseñar la realidad que mejor nos viste.
El vuelo de la imaginación
¿Pero qué es la imaginación? Creo que es un río subterráneo que fluye en nuestro interior, un jardín secreto lleno de posibilidades.
“Vivir la vida como una obra de arte”, reza una frase del célebre Friedrich Nietzsche. En el museo, en el concierto, nos deleitamos con experiencias ajenas, provenientes del exterior, como una brisa que nos refresca sin que nosotros tengamos control sobre su dirección. Pero, ¿qué tal si probamos a convertir nuestra vida en una experiencia artística personal? ¿Qué tal si somos nosotros los escultores de nuestra propia estatua?
La estética, ese concepto tal vez un poco difuso pero poderoso, se presenta cada vez más como un elemento cardinal en la vivencia humana. Es un modo de comunicación con tintes artísticos, donde la armonía juega un papel crucial, como un tango en el que cada paso importa. A través de ella, los conceptos éticos encuentran una nueva forma de expresión, más sutil pero igual de potente. Es una pincelada de belleza, de fascinación, de atracción, de misterio, e incluso de fealdad, que captura a las personas en su esfera emocional y les permite sintonizar con el mensaje que queremos transmitir. La estética es una llave que abre las puertas a la mente de los otros, una ventana a otras formas de percibir el mundo, un faro que ilumina otras realidades posibles. La estética es, en suma, una obra de arte de la imaginación, lista para ser degustada como un plato gourmet.
¿Pero qué es la imaginación? Creo que es un río subterráneo que fluye en nuestro interior, un jardín secreto lleno de posibilidades. Conectada íntimamente con nuestra intuición, la imaginación se manifiesta en tonos de grises, en la robustez de la ambigüedad y en la apertura hacia lo desconocido. En contraposición, la razón se muestra en blanco y negro, en la rigidez de los ceros y unos, donde 1+1 siempre será 2. Sin embargo, en las profundidades de nuestro ser, palpitan verdades que se resisten a las leyes matemáticas, que demandan ser exploradas con el pincel de nuestra imaginación, a través de la creación de experiencias artísticas.
Dragones invisibles: una percepción estética
El arte de perderse en la experiencia estética es como una danza en la que debemos dejarnos llevar por la música. Me atrevo a aventurar que la mayoría de nosotros se apoya en esta forma de arte para lidiar con nuestras contradicciones internas, con aquellos sentimientos que se quedan en el tintero. Tenemos una inclinación innata a prestar atención a las lecciones que se despliegan como pinturas ante nuestros ojos, a las enseñanzas que toman forma de escultura, mucho más que a aquellas que se dictan de manera lineal y directa. Como bien expuso Jordan Peterson, nuestra psique está diseñada para entender la vida a través de cuentos, como si fuéramos personajes en busca de nuestro propio arco narrativo.
La literatura es un claro exponente de este arte sincero que, utilizando la técnica estética, captura al lector y le brinda enseñanzas duraderas. Las historias, si bien se transforman a lo largo del tiempo, suelen construirse a partir de arquetipos conocidos, como el del héroe, para reflejar nuestras experiencias y temas inherentes a nuestra condición humana. La información en ellas se condensa como una cápsula, haciéndose más comprensible. Esta es la magia que habita en los cuentos infantiles, donde las lecciones éticas cobran vida en la creación de mundos atractivos y entretenidos.
Un ejemplo que me ha cautivado es el relato del dibujante estadounidense Jack Kent, titulado There is No Such Thing as a DRAGON [Los dragones no existen]. El cuento, narrado de manera lúdica y hasta humorística, aborda las consecuencias de ignorar los problemas, o "dragones", que conviven con nosotros a diario. Es a través de la historia, los colores y las figuras de los dibujos que se conforma este encanto, dejando lecciones para grandes y chicos. Aquí reside el poder de la estética: a través de establecer una conexión emocional, logra comunicar un mensaje profundo.
Nuestra obra maestra
Y bien, ¿cómo trasladamos estas experiencias estéticas a nuestra propia vida? ¿Cómo convertimos nuestra existencia en una obra de arte? La respuesta está en el lienzo de nuestra imaginación. Necesitamos estar preparados para dar cabida a todas las posibilidades que el mundo real puede ofrecernos. En términos más simples, tenemos que imaginar distintos escenarios de nuestra vida, vestirnos con otros personajes y escenarios viables. Vivir nuestros personajes en esa obra de arte que creamos es como experimentar un guion que escribimos nosotros mismos.
Es crucial que tomemos la decisión artística de vivir en armonía con nuestra intuición
Es imprescindible que nos teletransportemos a otras realidades, que nos conectemos con diferentes interpretaciones de la vida. Es como si un escéptico se imaginara a sí mismo como un católico, o una pareja intentara imaginarse viviendo fuera de su relación, o con alguien más. Al barajar estos escenarios alternativos, podemos vislumbrar lo que verdaderamente anhelamos, lo que deseamos cambiar o mantener. Nos ayuda a ser más humildes tanto con las experiencias ajenas como con nuestras propias contradicciones. Imaginar otros escenarios nos permite percibir y resolver los dragones con los que convivimos o, en contraste, nos ayuda a ser agradecidos con nuestra realidad.
La experiencia estética, por lo tanto, nos posibilita afrontar y reconocer nuestras tensiones internas, a interpretarlas y superarlas. No debemos quedarnos paralizados por el miedo o la angustia. Por el contrario, es crucial que tomemos la decisión artística de vivir en armonía con nuestra intuición. Aunque parezca que nos alejamos de lo racional, de los ceros y unos, es fundamental que nos mantengamos conectados con lo que sentimos internamente como verdadero.
La belleza en la bestia
No se trata sólo de buscar la belleza estética en cada rincón, sino también de aprender a tolerar y apreciar la fealdad, el misterio, la ambigüedad, los "dragones" que conviven con nosotros. La estética, en su sentido más amplio, nos da las gafas para percibir el mundo desde diversos ángulos y, como resultado, nos brinda la posibilidad de reconfigurar nuestras experiencias, dándoles un matiz propio.
Este enfoque estético de la vida, lejos de ser una mera teorización, puede ser una práctica diaria. Al zambullirnos en experiencias estéticas y dejarnos afectar por ellas, tenemos la oportunidad de reflexionar, de repensar nuestras creencias y preconceptos. Al imaginarnos en diferentes situaciones, no sólo logramos una mejor comprensión de nosotros mismos, sino que también fomentamos una mayor empatía hacia los demás.
El ballet de la vida
Aunque vivimos en una sociedad guiada por reglas y normas claras, nuestro mundo interior es un universo en sí mismo, rico en matices y que no siempre se ajusta a los códigos binarios que se nos imponen. En esta mezcla de razón y emoción, de certezas y dudas, de luz y sombra, radica la belleza de la experiencia humana. Es en este espacio donde la estética nos ofrece las herramientas para comunicarnos y entendernos mejor.
La danza de la autoafirmación
Vivir nuestra vida como una experiencia artística no es solo un acto de autoexpresión, sino también un camino de autoconocimiento y autoafirmación. Al permitirnos explorar nuestras contradicciones, nuestras pasiones y nuestras verdades internas, somos capaces de abrazar plenamente la complejidad y la riqueza de la experiencia humana. Este es el camino hacia una existencia más auténtica, una vida vivida con mayor profundidad y significado. En este baile constante con la estética, con el arte, somos capaces de moldear nuestra identidad, de perfeccionar nuestros pasos, de danzar a nuestro propio ritmo, sin perder la armonía del conjunto. Es entonces cuando descubrimos que, en realidad, siempre hemos sido los coreógrafos de nuestra propia existencia.